Por: Ninoska Pérez Castellón
Mientras asistía a una sesión de la Comisión de Derechos Humanos en Ginebra, me impactó un afiche de Naciones Unidas que mostraba a un hombre que le gritaba a otro: `` ¡Refugiado, regresa a tu país!''. El hombre acosado respondía: `` ¡Si pudiera lo haría!''
El exilio es una de esas pocas experiencias que para entenderla, hay que vivirla. Es profunda desolación. Una fría neblina que nunca se va del todo. Tan traumático como arrancar una planta de raíz. Es una constante añoranza por todo lo perdido que se niega a desaparecer y la redención solo la encuentras al recordar.
Jorge Mas Canosa, el exiliado más prominente de su época, me confesó poco antes de morir que el exilio era ``el peor de los castigos''. A pesar de su influencia política y su triunfo económico, murió añorando la tierra que juró liberar.
Ser exiliado es sentirse frágil como una planta trasplantada. Es dejar atrás todo lo amado y sentirse siempre un extranjero. Es no saber si algún día regresaremos al hogar.
El 5 de junio de 1959, aterricé en una ciudad cuyo nombre no podía pronunciar: Ft. Lauderdale. Mi hermanita, mi prima y yo descendimos del avión vestidas como princesas, sin reconocer aún que no éramos más que refugiadas. América nos había dado la bienvenida y quedaba atrás la pesadilla en que se había convertido la vida para nuestra familia tras el triunfo de la revolución. Unos meses después recuerdo el miedo y el frío que sentí en una corte de inmigración durante una audiencia de deportación. Fue una de las pocas ocasiones en que el optimismo de mi madre quedó opacado por la preocupación que reflejaba el rostro de mi padre. Pero Estados Unidos no nos defraudó y recibimos el asilo político, evitando que fuéramos devueltos al infierno del que habíamos logrado escapar.
Los próximos años fueron difíciles. Niños cubanos llegaban a Estados Unidos sin sus padres, las noticias reportaban demasiados fusilamientos y fracasaba la invasión de Bahía de Cochinos donde lucharon mis tíos y hermanos. Uno de mis hermanos, con apenas 18 años, por poco muere asfixiado al ser encerrado en una rastra hermética. Hombres y mujeres abarrotaban las prisiones en Cuba, mientras que miles escapaban despojados de todo y estrenaban el exilio con la incertidumbre como compañera. Los trabajos eran escasos y era común ver a un médico o a un abogado limpiando pisos. En medio de aquel caos mi abuelo siempre repetía: ``Atrévanse a soñar''.
El ex congresista Joe Kennedy me contó cómo su abuela Rose Fitzgerald le mostró la sección de clasificados de un viejo diario de Boston y le señaló un anuncio que decía: Se busca un lavador de platos, los irlandeses no se molesten en aplicar. ``Recuerda siempre de dónde venimos'', le dijo. No fue diferente con nosotros los cubanos. Nunca lo hemos olvidado. Nos hemos reconocido en los rostros de quienes llegaron después en balsas o embarcaciones, desertando en algún remoto rincón del planeta o perdiendo la vida en el intento.
El exilio es una difícil, pero valiosa lección. El libro: The Exile Experience, A Journey to Freedom pone nuestra experiencia en perspectiva y se convierte en un importante testimonio para futuras generaciones. Mostrará a los americanos que vivimos agradecidos del país que nos dio tantas oportunidades. Una tierra que queremos tanto como la nuestra, pero que como refugiados que siempre seremos en lo más profundo de nuestras almas, jamás podremos olvidar de dónde venimos. Ayudará a despejar las perversas difamaciones del régimen cubano hacia una comunidad que ha sido más satanizada que ninguna otra.
La historia del exilio cubano es una de triunfos, pero detrás de cada una de esas historias figuran grandes sacrificios, mucho dolor y las amargas lágrimas de tercos cubanos que contuvieron su llanto y siguieron adelante a pesar que a veces la visión nublaba el camino.
Cada vez que he tenido el privilegio de ser una voz a favor de la libertad de mi pueblo, ya sea en la radio aquí en Miami o trasmitiendo hacia Cuba, hablándole a algún presidente o testificando ante el Congreso de Estados Unidos confrontando a quienes sirven de apologistas para la dictadura cubana, invariablemente escucho las palabras de mi abuelo: ``Atrévete a soñar''.
Hace un tiempo atrás, en la Casa Blanca como invitada del presidente de Estados Unidos para celebrar la Navidad, recordé aquella primera Nochebuena en este país, donde la tristeza fue tal que al sentarse la familia a la mesa, todos rompimos a llorar. Ahora cuando miro la foto de ese día junto al presidente George Bush, me digo a mi misma: no está mal para la niña refugiada que temblaba de miedo en una corte de inmigración.
No, aún no he olvidado. Jamás voy a olvidar.
Ninoska Pérez Castellón es directora ejecutiva del Consejo por la Libertad de Cuba y autora con Mirta Iglesias de Cuba mía, hablan tus hijos.
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