Monday, March 14, 2011

EL ULTIMO FUSILADO: Lorenzo Enrique Copello Castillo,

 Desde Baracutey Cubano


Hija de Lorenzo Enrique Copello Castillo, uno de los tres jóvenes negros  que fueron fusilados en el 2003, a raiz de la Primavera Negra, por  querer irse del país en una lancha. La joven lo denuncia en Cuba  Independiente y Democrática.








Un testimonio de las últimas horas de Lorenzo Enrique Copello, el último fusilado del castrismo.

Por RICARDO GONZÁLEZ ALFONSO, La Habana

Convivir   en un calabozo con un condenado a muerte es intrincarse en el  laberinto  de una vida ajena, que comienza a pertenecernos, a dolernos.
Lorenzo Enrique Copello, fusilado el 11 de abril de 2003.
Cuando   abrieron la puerta de la celda tapiada y vi por primera vez a Lorenzo   Enrique Copello Castillo, no imaginé que lo fusilarían en una semana,   tras uno de esos juicios sumarísimos de la primavera de 2003.
Lorenzo   era un negro de treinta y tantos años, de buen aspecto, que caminaba   cojo por la golpiza que le propinaron cuando lo arrestaron en el Puerto   del Mariel, al oeste de La Habana. Los zapatos negros y sin cordones   tenían marcas de salitre, y sus ojos reflejaban la extenuación de los   náufragos, de esos que aún huelen a mar.
Nos saludó con una sonrisa   doble: la de sus labios y la de sus ojos. Se acostó, y al instante   dormía con la inmovilidad de los difuntos.
Mis compañeros de celda   —el chino, un joven acusado de vender drogas, y un muchacho condenado   por asesinato e involucrado en un tráfico de emigrantes— nos sentimos   desilusionados. Nos sabíamos de memoria nuestras respectivas historias o   leyendas y esperábamos del recién llegado una de estreno. En los   calabozos de Villa Marista, sede nacional de la Seguridad del Estado, no   hay espacio para caminar; y la única opción, entre interrogatorio e   interrogatorio, es conversar sobre cualquier tema, para no pensar.
Por   la mañana, descubrimos que Lorenzo era un criollazo. Nos relató, como   quien cuenta una película, que a medianoche abordó con varios amigos y   amigas la lancha Baraguá, una de esas que cruzan con pasajeros la bahía   habanera. El grupo de piratas debutantes llevaba oculto en sus  mochilas  recipientes con combustible; y, además, contaban con un  arsenal de  desconsuelo: un revólver y un cuchillo. Lorenzo apoyaba su  narración con  mímica teatral. "Llegué hasta la cabina y disparé dos  veces. Una contra  la proa y otra al mar. Entonces grité: '¡Esto se  jodió, nos vamos pa'  Miami!'".
Al principio todo resultó a pedir de  sueños. Entre los  pasajeros habían dos extranjeras —magníficas piezas  de cambio—  acompañadas por un par de Rastafaris. En total, tenían una  treintena de  rehenes. La Bahía de La Habana quedaba atrás, y la  embarcación se  adentraba en el anchísimo Estrecho de la Florida.
Lorenzo  cerró los  ojos para disfrutar mejor de sus palabras. "Oigan, ya nos  veíamos en las  costas de Cayo Hueso enseñando unos carteles que  habíamos hecho con  frases contra el comunismo, para que los americanos  nos dieran asilo  político". Lorenzo sonrió, como un chiquillo que  recuerda una travesura.  Al abrir los ojos, despertó de su aventura  onírica. Su expresión se  transformó en la de un adulto en peligro.
Nos  contó, siempre  auxiliándose con su gestualidad criolla, cómo el mar  —un mar histérico—  cambió de humor repentinamente. Imaginé las olas  como cascadas  continuas, la lancha a la deriva, a merced de ascensos y  descensos  bruscos y constantes. Vi en el rostro del negro el terror que  sintieron  aquellos cachorros de mar —secuestradores y rehenes— al  saber que en esa  situación de espanto se había agotado el combustible,  incluido el de  reserva.
Un guardacostas cubano se aproximó. A través  de un megáfono  uno de los guardafronteras los conminó a entregarse.  "Pero nosotros, de  eso nada. Respondí a gritos que teníamos a dos  extranjeras. Que nos  dieran combustible o la cosa iba a terminar mal".
Llegaron  a un  acuerdo. El guardacostas remolcaría a la Baraguá hasta el Puerto  del  Mariel. Allí le proporcionarían lo necesario para llegar a Estados   Unidos, a cambio de que no lastimaran a los rehenes.
Lorenzo intentó   esgrimir una sonrisa de consuelo, pero, errático, emitió un suspiro   triste. "Era una trampa. Muy cerca del muelle, un hombre rana del   Ministerio del Interior le hizo una seña a las extranjeras para que se   lanzaran al agua. Una de ellas se tiró. Traté de impedir que la otra   hiciera lo mismo, pero un pasajero —después supe que era un militar   vestido de civil— me empujó, caí al mar y perdí el arma. Varios hombres   ranas me atraparon. En el agua comenzaron a golpearme. Continuaron en  el  muelle. Mis compañeros también estaban dominados".
"La cosa fue grande. Vino hasta Fidel. Nos dijo que si nos hubiéramos ido, dentro de unos años hubiéramos querido regresar".
Lorenzo   movió la cabeza seguro de su negativa. "¡Qué va! Yo hubiera hecho como   mi padre, que se pasó la mitad de la vida preso; pero en el 80, cuando   lo del Mariel, se fue a Estados Unidos, se cambió el nombre, estudió y   se hizo ingeniero. Sí, yo iba a hacer lo mismo. Después reclamaría a   Muñe, mi mujer actual; y a Rorro, mi hija, que es del primer   matrimonio".
Muñe —apócope de muñeca— vendía pizzas en su casa.   Lorenzo la describía como una Venus de Milo, pero con brazos, cálida y   cándida. Al hablar de Muñe la expresión del negro se asemejaba a la de   un amante primerizo.
Pero ella, como Rorro, desconocía que Lorenzo   vivía dos existencias paralelas, y que con esa doble vida recorría su   laberinto personal. Él era una moneda que giraba por el aire a cara o   cruz, a mal o bien.
Lorenzo trabajaba días alternos como custodio de   una policlínica del municipio de Centro Habana. Allí su actitud era   ejemplar, nos aseguró. Mas sus días libres eran libertinos. Se dedicaba   al proxenetismo y a la estafa. Esta la ejercía a veces a través de   juegos de azar; otras, como "guía" de turistas inexpertos.
"Una vez   —nos relató entusiasmado— viajé a Pinar del Río con un francés. ÁQué   vida! El lo pagaba todo: un apartamento que alquiló, bebida de la buena y   a las mejores jineteras. Allá conoció a una temba y se quedó con ella.   No sé qué le vio. El francés era un buen hombre. Yo siempre me porté   bien con él. Aunque era muy confiado, jamás me aproveché de eso". Nos   miró con picardía y añadió: "¡Pero a otros…!".
En una ocasión Lorenzo   me dijo: "Ricardo, qué lástima que te dio por la política. Con tu  pinta  y facilidad de palabras, serías un estafador de primera".
También   nos hablaba de Rorro. Una linda adolescente que sabía valerse por sí   misma. "Es como yo, pero honrada". El sobrenombre surgió cuando era una   bebé, pues la madre y Lorenzo le cantaban para dormirla: "A rorro mi   niña, a rorro mi amor". La muchacha estudiaba la enseñanza media en   Miramar, un reparto de la antigua —y actual— clase alta. "Papi, allá los   autos son cómicos, la gente se viste cómico, las casas son cómicas. En   fin, Miramar es una comedia".
El día que a Lorenzo le entregaron la   petición fiscal, le dijo al guardia que servía la comida: "Échame más,   ¡qué soy un pena de muerte!". Y se rió. Pero un rato después nos miró   serio y comentó en voz baja, casi consigo: "quién lo hubiera dicho, ¡yo   deseando una sanción de 30 años!".
Lorenzo regresó del juicio muy   optimista. "Mi abogado dijo que cómo se iba a pedir sangre, si no se   derramó una gota de sangre". Y repetía a cada rato estas palabras, con   el fervor que un moribundo invoca a Dios.
También nos comentó:   "Ustedes no me van a creer, pero sentí más miedo cuando en el juicio vi   el vídeo de la lancha subiendo y bajando en aquel mar furioso, que   cuando yo estaba allí mismito, jugándome la vida".
Esa noche nos   llevaron a una oficina. A los cuatro por separado. Cuando llegó mi   turno, un capitán me explicó que aunque a Lorenzo le pedían la pena de   muerte, eso no significaba que lo fusilarían. "Pero —puntualizó el   oficial— algunos condenados a la pena capital se desesperan y se   suicidan por gusto, pues la sanción no es ratificada por el Tribunal   Supremo o por el Consejo de Estado".
Con este argumento solicitó mi   cooperación para impedir —dado el caso— que Lorenzo atentara contra su   vida. Accedí. Después me enteré que a mis otros dos compañeros de celda   le pidieron lo mismo. Nunca supe que le dijeron a Lorenzo.
Desde entonces la ventanilla de la puerta tapiada la mantuvieron abierta; y afuera, un policía permaneció de guardia.
Al   otro día por la tarde vinieron a buscar a Lorenzo. Regresó muy   contento. "La Seguridad del Estado trajo en un auto a Rorro, a la mamá   de ella y a mi madre. Me dijeron que el director del policlínico le iba a   escribir al Consejo de Estado hablándole de mi buena actitud laboral".   Al rato vinieron de nuevo por él.
Ya a solas , el Chino, el otro   muchacho y yo comentamos que esa visita era la despedida final. La   policía política —y la otra— no acostumbra a traer a nuestros familiares   para que nos visiten. Estábamos equivocados. No era la última   despedida, sino la penúltima.
Lorenzo retornó feliz. Dos oficiales   fueron a buscar a Muñe y había tenido una visita con ella. A discreción,   mis compañeros de celda y yo nos miramos consternados. Comprendimos  que  Lorenzo sería ejecutado próximamente.
Aquella tarde la comida  fue  diferente a la habitual: medio pollo, arroz con moros, ensalada,  vianda,  postre y refresco. Lorenzo sospechó. "¿Medio pollo para cada  uno?". El  guardián lo tranquilizó argumentando que habían traído tantos  pollos que  no cabían en las neveras, y a todos los detenidos les  estaban sirviendo  la misma ración. Lorenzo le creyó —o simuló creerle—:  era su última  cena.
Horas después, Lorenzo sintió un dolor en el  pecho. Avisé al  guardia. Se lo llevaron inmediatamente a la posta  médica. Regresó al  rato. Nos aseguró que se sentía mejor después que lo  inyectaron. Estaba  soñoliento. Obviamente lo drogaron. Transcurridos  unos minutos, dormía  otra vez con la inmovilidad de los difuntos.  Recordé la noche que lo  conocí. Apenas —y a penas— había pasado una  semana.
Sería medianoche  cuando abrieron la puerta. En el pasillo vi  a seis guardias. Uno entró y  despertó a Lorenzo. Se levantó aturdido.  Se calzó con torpeza sus  zapatos sin cordones. Me miró como  preguntándome: "¿Qué ocurre?". Se lo  expliqué con una mirada. Le di una  palmada en el hombro, y lo vi partir a  la muerte.






1 Comments:


         At 7:13 PM,         Anonymous ombre said...      
Qué también reclame justicia de los esbirros que firmaron la  infame carta apoyando el fusilamiento de los tres muchachos, incluyendo a  su padre, simplemente por haber intentado huir de Cuba:   
Alicia Alonso Miguel Barnet Leo Brouwer Octavio Cortázar Abelardo Estorino Roberto Fabelo Pablo Armando Fernández Roberto Fernández Retamar Julio García Espinosa Fina García Marruz Harold Gramatges Alfredo Guevara Eusebio Leal José Loyola Carlos Martí Nancy Morejón Senel Paz Amaury Pérez Graziella Pogolotti César Portillo de la Luz Omara Portuondo Raquel Revuelta Silvio Rodríguez Humberto Solás Marta Valdés Chucho Valdés Cintio Vitier



PROHIBIDO OLVIDAR

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